Por Roberto Rodríguez Galán
¿Por qué dejamos de ornamentar los edificios?
Cuando comparamos la arquitectura contemporánea con las
construcciones de siglos anteriores, resulta evidente que las
edificaciones del pasado solían ser más ornamentadas y visualmente
armoniosas. Esto plantea una gran pregunta: ¿por qué dejamos de
construir de esa manera?Se han dado múltiples respuestas a esta cuestión: desde la conveniencia económica del uso de formas constructivas simples, hasta rebuscadas teorías de conspiración, que afirman que los edificios ornamentados del pasado fueron creados por una misteriosa civilización que ha sido borrada de la historia por las élites. Lo cierto es que ninguna de las hipótesis ofrecidas hasta ahora logra explicar el fenómeno en su totalidad, y ninguna lo hará, hasta que seamos capaces de admitir una simple verdad: que la belleza arquitectónica responde principalmente a una necesidad de ostentación.
Aceptémoslo. Cuando el propietario de una casa le pide a su arquitecto que le diseñe una fachada hermosa, no lo hace de manera altruista, para embellecer la calle. Por lo regular, lo que lo motiva es el deseo de expresar algo sobre sí mismo de lo que se siente orgulloso, ya sea su fe, sus tradiciones, su linaje o su posición social. Así adquiere lo que Pierre Bourdieu llama "capital simbólico", mediante el cual es posible acceder a otros tipos de capital.
El reconocimiento de esta función ostentativa de la arquitectura y el arte no es algo nuevo. Ya desde finales del siglo XIX, el sociólogo y economista Thorstein Veblen abordó la cuestión en su obra Teoría de la clase ociosa, donde introduce el concepto de "consumo conspicuo", que se refiere a la adquisición de bienes y servicios costosos con el fin de demostrar riqueza y poder.
Según su teoría, aunque "la exigencia de que las cosas sean ostensiblemente caras no figura, por lo común, de modo consciente en nuestros cánones de gusto", esta "no deja de estar presente como una norma coactiva que modela en forma selectiva y sostiene nuestro sentido de lo bello" (Veblen, 1899).
Esto es congruente con lo propuesto en los últimos años por la estética evolutiva, que defiende la idea de que lo que consideramos bello está determinado por la selección natural, con autores como Denis Dutton y Geoffrey Miller. Este último afirma en su obra The mating mind que la belleza, aplicada al arte, "equivale a la dificultad y el alto costo", lo que explica por qué encontramos atractivas aquellas cosas que solo pudieron haber sido producidas por personas "con acceso a materiales escasos, capacidad para aprender destrezas difíciles, y mucho tiempo libre" (Miller, 2000).
De acuerdo con esta visión, el sentimiento de lo bello sería una respuesta innata ante determinadas señales de aptitud genética y sexual, como las caderas anchas en las mujeres o la altura en los hombres, que nos parecen naturalmente atractivas sin que seamos plenamente conscientes de su valor como indicadores de fertilidad o capacidad de protección. En este sentido, nuestro gusto por las demostraciones de poder y estatus sería una extensión lógica de estas preferencias naturales, producto de la selección sexual.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la pérdida de la belleza arquitectónica?
Pues bien, gran parte del atractivo del ornamento en arquitectura reside en su capacidad ostentativa. Desde la antigüedad, los edificios se adornaban con molduras y decoraciones, las cuales no solo contribuían a dar escala, proporción y complejidad a las superficies, sino que cumplían también una función simbólica.
Este simbolismo se manifestaba en el uso de un lenguaje formal de prestigio, como el de la tradición clásica, que evocaba la idea de continuidad de la cultura griega o del imperio romano. Sin embargo, esto solo tenía sentido si las formas eran difíciles de conseguir.
Cuando, a mediados del siglo XIX, gracias a los avances traídos por la Revolución Industrial, el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir ornamentos se redujo, las formas decorativas se masificaron y perdieron su valor, produciéndose así un rápido agotamiento de los estilos.
John Ruskin lo expresaba así, en su obra Las Siete Lámparas de la Arquitectura de 1849:
"Las molduras griegas tienen hoy, como sitio más corriente, las fachadas de nuestros almacenes. No hay en las calles y en las ciudades muestra de comerciante, ni escaparate, ni mostrador, que no esté revestido de adornos inventados para decorar templos y embellecer palacios de reyes. Y no presentan la más pequeña ventaja allí donde se las encuentra. No tienen valor alguno ni posibilidad alguna de producir placer; no hacen sino hartar la vista y prostituir sus propias formas. Muchos de entre ellos son excelentes copias de cosas bellas, de las cuales, por consiguiente, no disfrutaremos nunca más" (Ruskin, 1849).
Testimonios como este contradicen la idea, muy extendida, de que el ornamento fue rechazado por ser inaccesible o caro. Al contrario, este dejó de usarse justo en el momento en que se hizo más accesible, lo cual no es una coincidencia. La desvalorización del ornamento es anterior a las ideas de Adolf Loos, Le Corbusier y la Bauhaus, quienes justificaron su eliminación con discursos funcionalistas y racionalistas, mientras buscaban inconscientemente nuevas formas de ostentación, sustituyendo la riqueza decorativa con el alarde tecnológico.
Desde esta perspectiva, los principios modernistas podrían ser vistos como la manifestación en la superestructura de cambios más profundos en la base económica y los modos de producción. Estos cambios también afectaron a la pintura y otras artes, las cuales se vieron despojadas de su aura de autenticidad y singularidad cuando empezaron a ser reproducidas mecánicamente, ya sea por medio de la fotografía, la fabricación en serie o el vaciado en moldes, tal como lo describe Walter Benjamin en su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
¿Significa todo esto que debemos aceptar la desaparición del ornamento como una consecuencia lógica e inevitable de la industrialización? Definitivamente no. El ornamento es más necesario que nunca, al ofrecer una alternativa a la estética alienante
que muchas veces caracteriza a las ciudades modernas. No obstante, su regreso definitivo no será posible sin un entendimiento real de las causas que condujeron a su desaparición en el siglo XX, las cuales tienen más que ver con nuestro gusto natural por las demostraciones de estatus que con las ideologías dominantes.
Referencias
- Benjamin, W. (1936). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
- Bourdieu, P. (1984). La distinción: Criterio y bases sociales del gusto.
- Miller, G. (2000). The Mating Mind: How Sexual Choice Shaped the Evolution of Human Nature.
- Ruskin, J. (1849). Las siete lámparas de la arquitectura.
- Veblen, T. (1899). Teoría de la clase ociosa.
Imagen por Julio López